Ya es 30 de mayo, y prácticamente
dos meses exactos llevo en Nueva Zelanda. Cuando miro atrás parece un año
entero, y por lo mismo es emocionante pensar en lo que se viene. Aunque al
mismo tiempo, en estas semanas, el tiempo ha jugado con sus giros y revoltijos
recursivos, provocando ocasionalmente la sensación de estar viviendo una vida
normal. Cotidiana, hasta rutinaria. Lo que siempre termina siendo un espejismo.
Hoy parto la tercera semana en
la packhouse, y me alegra saber que en los últimos días alcancé el grado de
felicidad propio de no estar enajenado, de apoderarse del trabajo, no pensando
que es una plataforma para algo mejor, si no que creyendo, y viviendo, que es
en sí la experiencia de algo mejor.
Ya me da lo mismo si la línea se
echa a perder y me ataca una avalancha de kiwis, o si me equivoco al contar o
seleccionar en una caja –por si alguna vez comen un Kiwi con alguna forma rara,
piensen en mi-, ya todo da un poco lo mismo. La mayor parte del tiempo las
cosas salen bien, es parte de ir siguiendo un flujo. Bailando, cantando, o
tratando de conversar con quien esté en la línea de atrás o del frente.
Ayer y hoy tuve los días off, o
libres. Ayer organicé una pichanga y salió re-bien, en un principió pensé que
iría más gente, pero al final fuimos 17 no más, 9 contra 8. La próxima semana
repetiremos el asunto, a ver si hacemos un 11 contra 11. Debo decir que anoté
dos goles en una apabullante victoria 7-3, pero siendo honesto, me perdí como
15 oportunidades claritas de gol, así que probablemente para la próxima no
juegue adelante. Aunque quien sabe. Lo bonito y lo importante es pegarle al
balón.
Después celebramos acá, en el
holiday park, donde ya hemos formado una pequeña comunidad
italo-francesa-chilena, improvisamos como a las 3 de la mañana una disco trans
(de música trans, por si acaso), y nos la pasamos bailando y echando la talla.
Terminamos como a las 5 de la mañana, y a las 4pm de hoy, hora digna para
levantarse, partimos con Tom a un Spa en Mount Manganui. Aunque no sé si la
palabra correcta es Spa, era un lugar con piscinas temperadas. Y por lo demás
la primera vez que iba a unas, así que me comporté como se debe. Bien huaso,
webiando de una piscina a otra. Por lo demás allá nos encontramos con gente de
la pega, Sunghen, de Korea del Sur más Sophie y Adrian -para variar- de
Francia.
Después de la piscina fuimos a un
bar irlandés en Tauranga, a comer algo y volvimos al Holiday Park, pasamos la
tarde con Claudio y Giorgio, los italianos más locos del lugar -lo que ya es
harto decir-, aunque debo añadir nuevamente que puta que me cae bien la gente
de Italia, y los franceses también, especialmente con los que me junto, pero
con los tanos hay, no sé, una especie de locura genérica en común. Y bueno,
finalmente me vine acá, a una sala de estar vacía, pues a esta hora están todos
durmiendo, y la gente del turno nocturno aún no llega.
Durante el trabajo -que es
bastante mecánico- uno tiene tiempo para muchas cosas y dentro de esas cosas, a
veces, me pongo a meditar o a reflexionar. Ha sido bien interesante como
ejercicio, y hasta para tener presente algunos temas en el día a día. Nada del
otro mundo, pero es lo que hay.
Dentro de las cosas que recuerdo
está el haber pensado en una noción, de que la una esencia de la sabiduría se
encontraba en el ejercicio constante y naturalizado de la empatía.
Mi maestra, que quizás lea esto,
dice que la bondad es la más importante de las virtudes. Algo que comparto
profundamente. Y la bondad sin empatía no es posible, o más bien, es estéril.
Pues si uno no es capaz de saber, escuchar o entender, que es lo que necesita
el otro, la bondad pasa a ser un saludo a la bandera. Y digo que es un
ejercicio porque es como un músculo, la empatía se puede ejercitar y fortalecer
con la experiencia y el aprendizaje adecuado, pero también se puede echar a
perder.
Cuando pienso en la gente que
considero sabia hablando con otras personas, veo que entienden sus contextos,
sus situaciones, y son capaces de leer los motivos de sus penas, angustias,
rabias o alegrías. Y reaccionan acorde a eso. Es como si cada persona fuera un
iceberg y uno mismo un barco, sin empatía es altamente probable que choquemos,
o nos rajemos el casco, con cada uno. Y que, incluso a veces, nos hundamos.
La empatía es al mismo tiempo un
universo interno en el cual se acumula el entendimiento de prácticamente todas
las experiencias posibles, y se sienten. Por eso tratar de ejercitarla es rudo,
porque hay muchas cosas que uno no quiere sentir, que no quiere imaginarse, que
no quiere vivir. Podría decir entonces que la vida te fuerza a experimentar
ciertas cosas, para tener ese conocimiento y fortalecer la empatía –si uno
aprovecha esa experiencia-, pero para ser una buena persona hay que ir incluso
un poco más allá de lo que uno ha vivido. O vivir un poco más allá de lo que
uno ha sido.
Es un largo camino aquel, y por
lo mismo, ligado a otro pensamiento asociado -de esos que tuve en la fábrica-,
me declaro conforme por ahora, con lograr no ser un hijo de puta. Ese es el
primer paso. Y no es tan fácil como suena.
Cuando estás solo, o crees que
estás solo, es muy fácil aferrarse al miedo y reaccionar mal, o pobremente. Por
eso lo primero es conquistar el error, que se me vengan encima los kiwis no
más, o me confunda empacando, que me equivoque en una transacción o que no
entienda a alguien en una tienda. Que de lo mismo todo, como un tsunami
inundando las creencias más fundamentales, para que así salga a flote lo que
vale la pena. Y no ser un hijo de puta. Que miente, engaña, huye, abusa o utiliza
a otros, por miedo. Solo por miedo. Y por suerte, creo que voy bien en eso.
Pero aun no está todo listo. Hay harto ejercicio que hacer.
Después, con el tiempo, podré ser un buen
cabro. Quizás un buen tipo ya. Y si algún día la vida así lo quiere, alguien
medianamente sabio.
Después seguiré escribiendo otras
reflexiones, aunque quizás no sean tan entretenidas como las fotos y los
entuertos, pero es en sí un viaje. El viaje.